Leyenda de Lech
(o cómo el águila blanca se convirtió en el símbolo de Polonia)
Hace más de mil años en la actual Polonia vivía un duque llamado Lech.
En esos tiempos el país todavía no estaba organizado.
La gente vivía en pequeñas aldeas y sufría los continuos ataques de los godos que provenientes del oeste y de los hunos que lo hacían desde el este. La muerte y la desolación llegaban tras el paso de estos invasores y estos eslavos que eran agricultores pacíficos se veían obligados a convertirse en guerreros, ya que debían defender sus hogares y familias de la destrucción.
Lech asumió el liderazgo de estos eslavos occidentales y estableció el primer ducado en el suelo de Polonia. Así se inició un período de prosperidad. Se construyeron sólidas fortificaciones para la defensa de las invasiones de los salvajes vecinos, los campos fueron labrados y los hombres crecieron más civilizados y se dedicaron a hacer piezas de cerámica, implementos para la agricultura y muebles.
Los modelos y el estilo han cambiado con el tiempo, pero poco, aún hoy pueden verse en uso utensilios muy similares a aquellos que se usaban en los tiempos de Lech.
Con el fin de proveer a la defensa de su país contra la invasión, Lech organizó un ejército fuerte, bien equipado, entrenado y vasto. Se cubrió de gloria y se volvió tan famoso en el mundo entero que sus campos se llamaron Lechici y los moscovitas a menudo llamaron a los polacos Lachi y los turcos bautizaron a Polonia “Lechistán” o el país de Lech.
El duque se destacaba en todos los aspectos posibles.
Era un hombre muy alto y corpulento, buen mozo, rubio y de ojos azules, con un perfil aguileño. No sólo era un guerrero temerario, sino que también era un gobernante sabio, con afición por el deporte y con una gran inclinación por el estudio. Tenía un corazón sincero y valiente, capaz de reconocer el coraje en los demás. Lech amaba la cetrería, poseía varios azores y halcones peregrinos, algunos de los cuales habían sido entrenados por él mismo. Había intentado entrenar a un joven halcón, pero el pájaro después de mucho prometer murió.
El duque había expresado su deseo de entrenar un águila y aunque sus halconeros le advirtieron que era imposible, él persistía en la esperanza de poder capturar y entrenar a una joven águila dorada, ya que creía que ésta sería más veloz y más fuerte en el vuelo que su halcón.
Un bonito día de primavera, el duque y su corte salieron de cetrería. Encabezó la cabalgata llevando sobre su muñeca a su halcón preferido, muy pensativo y poco atento a las conversaciones que tenían lugar a su alrededor.
Sin preámbulos, tomó a su pájaro y se lo dio al capitán de caza, diciéndole lacónicamente: “Me gustaría estar a solas” y clavando las espuelas a su caballo, salió al galope. Su compañía quedó sorprendida y turbada, pero ningún hombre se animó a seguir al duque, quien solía reaccionar con extraños modales y a veces era mejor no aproximarse a él. Empujó su corcel hacia delante. No sabía por qué, pero sentía un irresistible deseo de llegar hasta la cima de la colina que había estado observando a la distancia. Después de galopar hasta allí, subió la colina. En un primer momento no pudo discernir nada, pero pronto divisó un nido posado en el despeñadero, era un nido de águila blanca, que estaba tranquilamente rodeada por sus crías. Era un pájaro noble con un pico curvo, fuertes talones y alas que le permitían mantenerse en el aire con un vuelo fuerte y gracioso.
Era el águila que Lech había soñado poseer. Este era el pájaro que hacía de la cetrería un deleite y que despertaría la envidia de muchos príncipes europeos. Decidió capturar a uno de los pichones para llevarlo al castillo y allí entrenarlo personalmente con todo el cuidado y esfuerzo que demandaría. ¡Qué hermoso premio sería! ¡Qué placer sería obtener uno de esos pichones!
Bajó de su caballo y trepó hasta el nido. El águila blanca estaba cuidando atentamente a sus crías, pues aún no habían aprendido a volar, y sorprendida por la presencia de un extraño, las deslizó bajo sus alas.
Lech agitó bruscamente sus brazos para asustarla, pensando que así dejaría el nido. Pero ella no sólo no huyó sino que se aferró aún más a sus pichones.
El duque se acercó extendiendo su mano y el águila, con movimientos ligeros, lo picoteó y se puso en guardia.
Pero Lech no retrocedió y amenazó al pájaro con su daga, de tal manera que ésta se heriría al acercarse. Con la otra mano, intentó apresar a uno de los pichones, pero la madre una vez más se posó sobre Lech, quien a su vez persistió en el intento de capturar al pichón. La lucha continuó. Lech usando su puñal sin reservas fue haciendo intentos desesperados por acercarse al nido. Pero fue rechazado por el afilado pico y las fuertes alas de la madre. El águila fue lastimada varias veces y la sangre fue manchando sus blancas plumas con salpicaduras carmesí. Ella defendió su nido y la libertad de sus pichones.
El valiente y generoso corazón de Lech fue tocado por la firme defensa y el noble coraje del águila. El cuadro que mostraba la sangre goteando sobre los blancos pechos de los pichones hizo que sintiera vergüenza de su deseo de privar de la libertad a los vástagos de tan valiente madre. Era un pájaro valiente que daba su sangre por la libertad y la vida de sus pichones.
Luego Lech se sentó al pie de la colina mirando la escena que había dejado detrás: todo cuanto veía eran las prósperas tierras de Polonia, su país, al que amaba con todo su corazón. ¿Podría defender a Polonia con todo su corazón cómo el águila había defendido a su nido?
Un pensamiento le sobrevino: esa valiente águila se convertiría en el símbolo de Polonia, ella sería el símbolo de la valentía y de la libertad por la cual todos los hombres dignos darían su sangre en nombre de la Patria.
Así es que hasta hoy, en el escudo y en la bandera de Polonia aparece el águila blanca sobre un campo carmesí.
Y el lugar satisfizo al duque. Amaba aquella colina donde había encontrado el nido de águilas. Llevó a sus consejeros hasta el lugar y se los mostró diciéndoles: “Construyamos nuestros nidos aquí, tal como lo hicieron las águilas.”
Entonces construyeron un castillo y luego una ciudad a la que llamaron Gniezno, lo cual en el antiguo idioma polaco significaba “nido”.
Y en aquellos tiempos Gniezno se convirtió en una próspera ciudad y fue la capital del Ducado de Lech, al pie de la colina que lleva su nombre.
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