La polaca Wislawa Szymborska, la reina de una duda necesaria

El día en que Oliver Le Naire subió aquellos humildes escalones de cemento gastado, apenas podía imaginar que, de algún extraño modo, estaba cumpliendo el sueño aún no existente de un joven poeta. Ignoraba que sus pasos a lo largo del angosto pasillo terminarían por dibujar una forma proyectada y paralela de mis pasos. Y que el eco provocado por su pisada firme resonaría durante algunas noches por los largos corredores de mi fantasía.

Wislawa Szymborska y sus rosasEn el rellano, traspuesto el umbral, enfrentaba sus ojos con la presencia cansada y femenina de Wislawa Szymborska. Ella lo estaba esperando, con su suéter de lana y su sobria falda burdeos. Al estrechar su mano, y ya sin la luz enemiga de las ventanas del fondo, pudo examinar ya claramente un rostro inteligente y amable, y unas manos deliciosamente pintadas a la francesa. Tras el correcto intercambio de las frases al uso condujo al entrevistador a su pequeño departamento, un piso que cabía en un solo vistazo. A Olivier no le llamó la atención la hogareña disposición de visillos y muebles, sino la presencia inesperada de una muchedumbre de peluches, la tácita reunión de unos vasos de flores y el carnaval de loza que presidía el recinto. Un viejo televisor denunciaba su confinamiento en el extremo de la sala. Era más que visible su abandono, y parecía como un presente a la que arqueología de la compasión había concedido unas horas más de vida.

Le Naire inició su entrevista repasando los datos de la autora en voz alta, a lo que Wislawa respondía con un gesto de graciosa aprobación. Nacida en 1923 en el hermoso pueblo de Kornik (sede del famoso castillo) y vecino a Poznan, Szymborska había desarrollado durante más de cincuenta años una larga trayectoria poética en la que su propio ser se había confundido con el alma humilde, sufrida y vital de su Cracovia.

Con sólo nueve títulos (Por eso vivimos, 1952; Preguntas a mí misma, 1954; Llamando al Yeti, 1957; Sal, 1962; Mil alegrías –un encanto–, 1967; Si Acaso, 1975; El gran número, 1976; Gente en el puente, 1986; Fin y Principio, 1993; al que podríamos hoy añadir el recientemente publicado, Instantes, 2004) había logrado no sólo la admiración de su pueblo, que cantaba y tarareaba algunos de sus poemas más conocidos, sino también una proyección internacional antes no igualada (ni siquiera por Czeslaw Milosz o Zbigniew Herbert). Era más que el resultado de la concesión oportuna del Premio Nobel en octubre de 1996 (a fin de cuentas también Milosz había sido galardonado con el mismo premio dieciséis años antes sin idéntica recompensa). Szymborska, con la misma naturalidad con que manejaba su escritura, había trascendido las fronteras de su patria, convirtiéndose en la cómplice lejana de miles de poetas.

Wislawa no pudo contener la risa ante el recuerdo de la ceremonia del Nobel. La Academia Sueca , siempre tendente a la grandilocuencia, la había bautizado como "el Mozart de la poesía, por la riqueza de su inspiración y sobre todo por la leve gracia con que ordena las palabras; (...) con algo de la furia de un Beethoven en su actividad creadora". Fue comparada con Beckett o Valery (¡como si las comparaciones sirvieran para medir el valor irrepetible de algo!).

Ante la sorpresa generalizada, aquella anciana de mirada burlona, se había subido a la tribuna para decir una y otra vez "no sé". Realmente no sabía por qué aquel galardón llegaba ahora hasta sus manos arrugadas, por qué a ella y no a los miles de escritores y escritoras que poblaban con paciencia un castillo de arena, por qué exigían que ella pudiera justificar la decisión –no por justa menos aleatoria– de un premio político y externo.

De modo que su "no saber" se convirtió en su alegato mayor contra la indiferencia. Recordó que, con sólo esas dos palabras, habían abierto las puertas de la feliz intuición figuras como Isaac Newton o Maria Sklodowska Curie. "Nada es normal. Ni una sola piedra, ni una sola nube. Ni un solo día o una sola noche. Y, sobre todo, ni una sola existencia, ninguna existencia de este mundo".

Ésta era sin más la propuesta poética que venía del este a deslumbrar la vista cansada del mundo europeo occidental.

Con algo de inocencia, mucho de humor y todo un racimo de dudas, los ojos de Szymborska habían sacado a la luz perfiles inéditos de la realidad. De tal suerte, que mientras miles de poetas se centraban en la escena final de la tragedia, Wislawa Szymborska se preguntaba por el sexto acto del drama en que caían todos los disfraces y la fantasía volvía a la carne de otra realidad. El acto en el que el actor abandonaba su personaje para hacerse un individuo de carne. El acto en que sobraban las grandes palabras: "Cuando escribo siempre tengo la sensación de que alguien está detrás de mí haciendo muecas. Por eso huyo, todo lo que puedo, de las grandes palabras".

Cuando se le pregunta, la poeta relata aquella famosa escena de Charles Chaplin: "Charlot se va de viaje. Carga una maleta de hierro que no logra cerrar, y cuando por fin corre el cerrojo, quedan fuera unas mangas de camisa, la pierna de un pantalón. Entonces Charlot toma unas tijeras y corta todo lo que cuelga fuera de la maleta. Lo mismo pasa con las grandes teorías intelectuales", que no pueden caber en un poema.

El reino de Szymborska es el del grano de arena. Su torre de vigía son los ojos del sentir concreto de un ser irrepetible. La poeta tiene miedos que hacen de su obra una espiral continua de temas necesarios: la despersonalización del ser humano, el fracaso de la palabra, el saldo de la muerte y el amor, las inevitables limitaciones del saber... Era preciso que alguien viniera a hacer la preguntas que faltaban y, que con el dedo tembloroso de su mano, viniera a señalarnos los espacios que la ignorancia, la desidia o el franco desinterés provocado por el egoísmo, confinan ciertos aspectos humanos de la realidad.

"Después de cada guerra/ alguien tiene que limpiar. / No se van a ordenar solas las cosas,/ digo yo (Fin y principio)". ¿Quién hasta ahora había pensado en ello? ¿Quién había tenido el suficiente valor como para decirle a la muerte que ya bastaba de fanfarronear ("Sobre la muerte sin exagerar")? ¿Quién había tenido la sensibilidad de emocionarnos a través de los ojos egoístas y tiernos de un felino ("Morir, eso no se le hace a un gato")? ¿Quién había logrado descubrir la poesía gris de esos amores que no sirven para nada ("Amor feliz", "Algo evidente"), esos amores que en sus bodas de oro perciben que nunca fueron uno, o que ignoraban la oscura trama con la que el azar jugó con sus vidas ("Amor a primera vista")? Sólo ella: Wislawa Szymborska, la reina de una duda necesaria.

Juan Jesús Payán
Diario de Cádiz
02.03.2006


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