En más de una veintena de oportunidades, las desventuras de Oliver Twist fueron llevadas a la pantalla. Si bien en un comienzo fue el cine el que recurrió a las páginas de Dickens para recrear el sombrío cuadro social de una Londres victoriana en cuyas legiones de desplazados y menesterosos se veían las consecuencias de la revolución industrial -el primer film lo produjo Pathé en 1909-, la mayoría de las ilustraciones del célebre texto fueron abordadas por la televisión. Lo que tiene su lógica no sólo porque el formato de la miniserie se acomoda mejor a las extensas y variadas aventuras que el escritor inglés había publicado en entregas periódicas, sino también porque, tras varias experiencias -una de ellas de con Lon Chaney y Jackie Coogan-, el impacto popular generado por la versión fílmica de David Lean (1948), con Alec Guinness como el siniestro Fagin, pareció desalentar los intentos de cualquier nueva adaptación. Las hubo, no obstante, y entre ellas una, "Oliver!" (1968), que ganó seis premios de la Academia y era la traslación, más ligera y menos oscura que el original dickensiano, de un musical que Lionel Bart había impuesto en el West End londinense y en Broadway.
Con tales antecedentes no fueron pocos los que se preguntaron por qué Roman Polanski había decidido proponer su propia lectura fílmica de la clásica novela, que en estos días da a conocer en Europa, pocas semanas después del estreno norteamericano. Según el premiado realizador de "El pianista", la idea llevaba varios años rondando su cabeza: desde que vio el musical dirigido por Carol Reed, planteado -según su opinión- en un clima de alegría que estaba lejos de la lóbrega atmósfera del original.
Polanski se confiesa enamorado de Dickens, al que descubrió gracias al cine, en "Grandes esperanzas", también de David Lean. "Después de ver ese film, me lancé con avidez a leer cuanto libro del escritor inglés estuviera a mi alcance." Uno de ellos era "Oliver Twist", y el adolescente Polanski se sintió identificado con el personaje: "Hacía poco que yo había experimentado el abandono en mi propia piel", evoca.
En la historia del muchacho que desde muy pequeño ha padecido el maltrato y la violencia, escapa del orfanato y cae bajo el poder de una banda de malhechores encabezada por el perverso Fagin, Polanski encontró ecos de su experiencia personal. El cineasta, nacido en París en 1933 en el seno de una familia judío-polaca, creció en el gueto de Cracovia, del que logró escapar siendo todavía un chico. Estuvo errando por distintos pueblos de Polonia en busca de refugio y fue testigo y a veces víctima de la perversidad nazi; sus padres fueron deportados a campos de exterminio: su madre murió en Auschwitz. Como en "El pianista", pues, Polanski encontró en "Oliver Twist" un modo sesgado de revisar su propio pasado.
Pero como él mismo explica, "nunca es un solo motivo" el que lo lleva a encarar una historia, siempre y cuando se trate de algo, no importa el género ni el tono, que le llegue al corazón. Y en este caso no fue solamente la resonancia personal que halló en el libro de Dickens, sino su vigencia. "Los buenos libros jamás envejecen: sus temas son universales y nos hablan a todos, poco importa la época. El itinerario de un huérfano en un país en plena mutación es siempre un tema de actualidad. La situación es seguramente muy distinta hoy en Londres o en París, pero ciudades en plena expansión como Bombay, Bangkok o México, donde se aglomeran más de diez millones de habitantes, son las equivalentes actuales de aquella Londres de Dickens: la ciudad más grande del mundo, cuyo desarrollo a una velocidad de vértigo atraía a campesinos que venían en masa a instalarse sin contar con ningún medio de subsistencia." Ese contexto social es el que explora la historia de "Oliver Twist", de la que Londres es personaje fundamental. Polanski la reprodujo en los estudios checos de Barrandov y sumergió a sus personajes en una miseria material y moral que alguna crítica juzgó "casi palpable".
Los juicios no fueron unánimes -rara vez lo son-, pero ningún comentario dejó de señalar la potencia expresiva de la ambientación, la maestría formal de Polanski y el formidable trabajo de Ben Kingsley, que al parecer se ha hecho irreconocible para componer un malvado de antología.
Por Fernando López
La Nación , Buenos Aires
24.10.2005